A
pesar de que la palabra innovación,
desde hace ya unos cuantos años, se lleva utilizando en las escuelas de negocio,
catálogos de consultoría y en los programas de más de un organismo público
encargado del desarrollo empresarial y de los cientos de aforismos que se
emplean para resumir en una frase brillante qué significa innovar en la
empresa, lo cierto es que ni innovar es algo que se encuentre al alcance de muy
pocos (como los típicos ejemplos de Apple, Google, 3M, Coca Cola, Pringles…), ni
sólo de empresas que están intensificadas en tecnologías, procesos industriales
o modelos de negocio de la nueva era.
Lograr
que la innovación deje de ser un término utilizado en exceso, parece en la
práctica un reto destinado a los expertos que evangelizan sobre sus beneficios.
Posiblemente porque se relaciona con una batería de procesos sofisticados donde
recoger con ejemplos hipotéticos un concepto de cultura empresarial deseable y
no se materializa en una herramienta sencilla y realmente útil a cualquier tipo
de negocio con aspiraciones a ser competitivo.
Pero
el verdadero valor de la innovación, es decir, aquellos pasos en los que la
empresa dedica sus recursos a idear nuevos productos o mejorarlos, crear o
transformar los procesos (de fabricarlos, almacenarlos, transportarlos),
organizar mejor su estructura para optimizar su eficacia o su manera de llegar
al cliente con su mensaje de venta, sólo
puede llegar a alcanzar su verdadero potencial cuando se realiza de una manera
más sistematizada, imbricada en el día a día de una manera natural y acompañada
de métodos dinámicos en los que idear, definir y tomar decisiones rápidas.
La
innovación es al fin y al cabo todo aquel esfuerzo que muchas empresas ya destinan
para hacer crecer o mejorar sus negocios, haciendo un ejercicio continuo de “inventar”
para dar lugar a nuevas ideas. Pero para que esas ideas innovadoras sean
rentables, es preciso que la inversión en tiempo y recursos necesarios se enfoque
a realizar todos los pasos de análisis, empatía con los clientes propios y
potenciales, diseño, control y materialización en negocio, para que se
convierta en un retorno de competitividad.
Es
en este punto de esfuerzo donde muchas compañías no materializan su innovación,
prefiriendo la zona confort, o si lo hacen no desembocan en un total éxito,
simplemente por el hecho de que innovar requiere de tiempo y acción multidisciplinar.
Innovar requiere de muchas tareas que transversalmente deben formularse y
tenerse en cuenta para que, por ejemplo, un nuevo producto o servicio se venda,
abriendo un nuevo mercado con garantías.
En
algunos casos incluso existe la confusión, dentro de algunas empresas, de lo
que supone en sus propios departamentos de I+D+i la propia acción de Innovar,
esto es, todos esos análisis de viabilidad, orientación a mercado, empatía con el
usuario, ideación de cómo comercializar, cómo financiarlos, en definitiva de
todo el cambio que supone para la compañía y que va mucho más allá de la idea y
el prototipo tecnológico o funcional o de producto, hasta llegar a la casa del
cliente.
Resulta
evidente que la empresa en su desempeño diario necesita desarrollarse en todas
sus áreas de actividad y hacer innovación exige de cierta dedicación y sobre
todo de método para posibilitar que se haga de manera rentable a sus intereses
y objetivos. La innovación es algo real, que requiere de un acompañamiento a la empresa en
esta labor continuada de idear y/o transformar sus productos, sus procesos, su
organización, la comercialización de su modelo de explotación, orientando ese
tránsito desde la idea a la tangibilización del negocio, teniendo en cuenta
todas las variables de la compañía.
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